
En un valle sin nombre, sin tiempo,
donde el viento lleva ecos de antaño,
vive el hombre en su campo pequeño,
cosechando lo mismo, sin sueños, sin daño.
Aquí no hay senderos que llevan al cielo,
ni montañas que escalen los valientes;
la llanura es la cárcel del vuelo,
y el futuro, un murmullo de mentes ausentes.
En la escuela, la maestra sonríe,
sus manos escriben lecciones vacías;
“Apruébalo todo”, el mandato persiste,
que nadie pregunte por qué no hay porfías.
¿De qué sirve aprender, si la meta es fija?
¿De qué sirve luchar, si el fin es igual?
Los pupitres son tumbas de vidas marchitas,
donde el talento se ahoga en un pozo banal.
El gobierno reparte monedas gastadas,
migajas envueltas en cinta dorada,
y al recibirlas, con voz quebrantada,
se murmuran las gracias, de forma obligada.
No hay tienda, no hay siembra, no hay manos al arte,
solo un cheque gris en el frío escaparate;
y las almas que sueñan, al querer escaparse,
son sombras que vagan sin destino ni parte.
El esfuerzo es un río que muere en la arena,
un grito silente que nadie celebra,
y la esperanza, en su jaula de pena,
es un pájaro ciego que jamás se eleva.
Oh, tierra de límites, de muros sin nombre,
¿dónde quedó el fulgor de los hombres?
Si el sol se levanta, es para recordarte
que el día es un eco de noches iguales.
En el valle sin nombre, sin tiempo,
donde todo es seguro, y todo es incierto,
el hombre respira, sujeta su aliento,
y en su pecho, un abismo de intentos desiertos.